Llamé y no hubo respuesta. Te imaginé apoltronada del lado
de tu cama en el que no llega la luz solar que se cuela por el resquicio que
queda entre tus cortinas negras. Vives como en una burbuja incolora en donde el
golpeteo en el teclado no te provoca esas ansias locas que nunca podré
entender. Enrollas tu cabello en la punta de tu dedo índice. Como si de ello
dependiera el sostener tu cadera pegada a la alfombra. Marcas el ritmo con
pequeños suspiros inaudibles.
Las sombras debajo de la puerta no te inquietan. Sabes que son
mis pies los que van y vuelven del sofá.
Supongo que es un reto personal. Doblarme y ver si por casualidad
mi punto de inflexión está por debajo de tus ejercicios mentales. No es como si lo evidente bastara. Tenemos que
tocarnos los riñones y sentir el calor de nuestras intenciones cancerosas. Me
sofoca el olor de las pequeñas esferas de naftalina que tratan de esconder el perfume de la noche.
Intentar y fracasar. Como si siguiéramos cierto manual sádico de auto sumisión.
Igual mañana podrías ser transparente y asomarte detrás de un tazón de cereal y
pueda recordar el café de tus lunares.
Igual la noche no dura tanto y en algún momento el planeta confundirá
el norte con el este y cuando traten de
convencernos de que estamos de pie nos recostaremos en el tronco de un roble
más cansado que nosotros.
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