Porfirio buscaba la manera de definir el color de los ojos
de cristina mirando aquella fotografía. Buscaba diferentes ángulos y trataba de
que la pequeña lámpara iluminara de distintas maneras la imagen en donde su
musa vestía aquel sombrero marrón. Era como un remanso de tranquilidad que
vertía segundos extras a los minutos del reloj que de manera implacable le iba
restando momentos a la tarde. Escapaban del verde matinal de los jardines
citadinos y se escondían del café que suelta el primer hervor por la mañana
antes de que sea reciclado por primera vez en los termos eléctricos.
De pronto un detalle casi imperceptible ocupó el pensamiento
de Porfirio. Una mujer que tomaba una tizana en la mesa del frente doblaba un
papel. Siempre a la mitad. Parecía que en cada doblez le sería imposible
continuar con el siguiente y sin embargo, ella mostraba una pericia sobrehumana
para hacer cada vez más pequeña la cuadrícula de esa hoja con la tira de papel
arrancada de la espiral aun colgando de una esquina.
La mujer se paró de manera violenta y tomó su bolso para
sacar un billete que tenía en algún rincón de un monedero rojo. Lo puso en la
mesa y apoyando las dos manos sobre el centro del billete deslizo sus dedos
hacia los extremos para aplanarlo. Mientras salía y sonaban las campanillas que
cuelgan sobre el umbral de la puerta, Porfirio se dio cuenta de que nadie
notaba su partida. Suspiró profundamente y se apresuró a acercarse de manera
discreta para tomar aquella hoja que quedó debajo del plato diminuto en el que había
quedado la taza aun con la mitad de la tizana de moras.
Lo llevó al fondo del bolsillo derecho de su abrigo y
permaneció apoltronado en el fondo. Tomaba aquel papel entre sus dedos índice y
pulgar a cada paso que daba para asegurarse de que aun estuviera ahí. Se
apresuró a bajar las escaleras para asegurarse de tener tiempo suficiente para
contemplar el papel y si fuera necesario, deconstruirlo cuidadosamente para
encontrar el significado de esos dobleces. Se sentó en una banca del metro
mientras seguía tocando aquel papel escondido en su bolsillo mientras se miraba
las botas algo mojadas por los charcos que sin darse cuenta pisó de camino a la
estación.
Por fin se decidió a sacar el papel y comenzó a desdoblarlo.
Con cada movimiento que hacia iba descubriendo algo escalofriante. Al desdoblar
el último pliegue se descubrió a sí mismo. Ahí estaba, capturado de manera apoteósica,
Porfirio.
-Los soñadores a veces
no somos transparentes-Pensó.
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