Seguro


Corriendo sobre manzanas podridas y descansando bajo la copa de un árbol deshidratado, así es como comencé mi día, deseando la noche se nos vino la tarde en la ciénaga, asfixiando nuestros tobillos, mordiéndonos las ganas de volar, con aires de sedición, las canas no son en balde, las risas aun se recuerdan de manera tormentosa. Nadie se dobla, nos rompemos, nos llega la luz por nuestras incontables grietas.
Somos el tormento ajeno, los sin nombre, apellido comunal, Sr. Errante,  don Nadie Errante, un placer. Con un fin obsoleto, los medios me resultan inútiles, las inconmensurables ganas de dar un paso más me hacen caminar en círculos, tratando de morder mi propia cola.
Tradición ganada. Cercena partes de mi cuerpo mientras miro el esfuerzo de un hombre  por no parpadear y el gemir angustioso de una madre al ver a su hijo tirado a media calle, hediondo, bañado en sus propios orines, con la saliva en la camisa, enfermo de nostalgia, una mujer se la inyecto entre los dedos de los pies, atrás del muslo izquierdo. El pecado que se paga con la muerte se esconde entre la justificación de hechos y las pinceladas de pueblos sombríos, habidos de orden. Quieren agua en sus bocas, deseosos de no tener más sangre en sus manos, pisar en firme como cuando eran jóvenes, escudo familiar reluciente y botas sin fango. Tan solo hace falta cerrar los ojos por un momento para no querer abrirlos a esta realidad que no es cortes ni valiente, no hay duelo que no gane, no vacila en sacudirnos los dientes, nos patea aun cuando estamos tirados, inconscientes y sudorosos, cuando hemos tirado la toalla en nuestro último suspiro.
Don Nadie Errante, un gusto.

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